"La verdad que no lo entiendo", se dijo así misma, deseando que fuese cierto, por primera vez y sin descontento.
La niña continuó su camino y dejó atrás todo el chiquillerío, que de una manera u otra pretendía llamar su sentido. Ella lo observaba todo como si lo estuviera redescubriendo, como si recreara cada momento.
Se envolvía en la tarde de primavera, dejando que el olor a flores le embargara el aliento; que la fresca brisa le acariciara su cuerpo, que la vida entera se le ofreciera para saborearla, toda ella, con un lametón a tiempo.
Después de una hora alejada de casa, sintió el deseo de volver. Al llegar, encontró la puerta entreabierta. Un gato asomaba su cabeza por entre las cortinas que protegían la puerta del radiante sol y de las miradas inquietas. No era su gato, sino el de la vecina, que acudía allí con frecuencia para compartir fantasías.
María se sentía gato, ronroneaba al unísono y acariciaba a su amigo más inmediato. La niña lo observaba, lo envolvía en un trapo y acurrucándolo, lo mecía un rato:
A la nana nanita,
nanita, ea...
mi dulce gatito
dormido queda.
Duerme tranquilo
que tu sueño es hermoso,
alguien te vigila
llena de gozo.
nanita, ea...
mi dulce gatito
dormido queda.
Duerme tranquilo
que tu sueño es hermoso,
alguien te vigila
llena de gozo.
Su madre, apareció en ese momento, con gesto de preocupación y le preguntó a María que dónde había estado. A lo que ella respondió: viajando en el pasado.
Unos niños le habían dicho que antes fue mayor . Ella trataba de recordar, de buscar en su interior algún recuerdo bonito y lleno de color. Que era imposible haberlo olvidado, pero mirando a los ojos de su madre, se le olvidó todo el pasado. No había nada tan hermoso mirando esos ojos claros, llenos de pasión y llenos de llanto.
- Mamá, quiero recordar, recordar mi pasado.
- No te preocupes hija, por los tiempos pasados; que lo pasado , pasado está. Ahora toca el presente, vívelo como un canto.
- Un canto de pan quiero, mamá. Un canto con aceite y sal, que su sabor me haga regresar, aquí donde tú estás.
- Ahora te doy lo que me pides y te daría más. Llenaría tu corazón, mi niña,con lo que te alegrara más. Algo bonito y hondo que tus entrañas recibieran como si de nata fuera.
- No me mires así madre, que tus palabras ya me hablan, de lo mucho que me quieres, de lo mucho que me amas. Dame aquello que tengas en casa, que para mí será un manjar que de tus manos resbala.
María se la quedó mirando un ratito embelesada. Su madre entró algo pensativa, algo ensimismada. ¿Por qué su hija le contaba esas cosas tan raras? No son cosas de chiquillas, ellas piensan en muñecas y fantasías animadas. Fuera como fuese, María era María, su hija preciosa y no una extraña. Ella le ayudaría a navegar por su mar arrebolada. Le acompañaría allí donde fuese, a los confines del mapa.
En su casa había un corral con un olivo y una parra. El olivo plateado con aceitunas negras y verdes. óvalos brillantes que a María le encantaban. De la parra colgaban hilitos verdes con uvas redondeadas, aún sin madurar, aún deseadas. María se sentó al lado de la parra, sin dejar de mirar y mirar algo que la deslumbraba. No era el sol, ni el brillo en las ramas, sino un caracol que los cuernos le sacaba. Ella lo observó y miró cómo su huella dejaba.¿Qué sentía el caracol para cargar con su casa? ¿Sentiría timidez o pesada carga? No lo sabría nunca, porque el caracol no hablaba. Sí quería, dejar su huella. Pero ¿a quien le interesaba? María pensó en esto: quería dejar una huella, honda y clara, que nadie la pisase para que ella algún día la encontrara; no quería vagar y vagar por tierras lejanas, donde antes nadie pisó ni habría quien pisara. Sino encontrar su huella, una pisada clara, donde su zapato entrara. Algo que la acogiera de manera familiar y no vaga.
Allí en el corral pasó unas horas hasta que llegó la noche serena y clara. Su madre le trae la cena: leche de cabra con sopas de avena, endulzadas con azúcar y canela en rama. Ella le pregunta que dónde va el día cuando la noche acampa. Nadie le contesta, nadie le aclara. La niña insiste y su madre responde calmada:
- María, al día se le acaban sus luces y llama a la noche para que cuelgue uno a uno todos sus faroles; mañana amanecerá un nuevo día, mejor que el que tú ya conocías.
- Duerme contenta, mi vida, que tú y el día dormiréis en la misma cama ya mullida.
La noche la mece, le canta una nana; el gatito dormía en sus brazos y ella flotando en la nada.
Los albores de la mañana ya entran por la ventana.
Las mariposas de la noche palpitan medio apagadas. María aún duerme un sueño dulce como la miel, con la piel rosada del atardecer.
Una voz cantarina la atrae, la despierta y la entusiasma:
- ¡Arriba, niña mimada ! ¿No hueles el día que ya entra por tu ventana?
- Me voy a trabajar antes que despunte el alba, pronto el sol estará en su cumbre y yo en el fondo de una franja. La tierra a ambos lados, yo evitando que se caiga. Este hoyo que estoy haciendo, será el sitio donde crecerá un olivo de verdes ramas; olivo que no alimentará la vida de quien lo labra. Pero tú María, hoy mismo tendrás este hoyo en tu pan, lleno de aceite con sal.
Su padre le hablaba y hablaba, mientras María escuchaba.
Luego más tarde visitaría esa franja de tierra húmeda recién arrancada. Acompañaría a su madre llevando el almuerzo de su padre en una fiambrera hecha de esparto trenzado. Por el camino iría oliendo a campo, pisando mil chinitas de arena y barro; cruzarían un arroyuelo transparente y claro, recogiendo mil aromas y sabores de antaño.
Su madre divisó a lo lejos, una figura familiar de pelo rubio y rizado.
-Mira María, allí está quien buscamos. Es tu padre, mi niña, tu padre que está trabajando; buscando nuestro sustento con sudor no amargo.
La niña se fué corriendo y se tiró a sus brazos. Brazos que la recibieron con dulce quebranto:
- Aquí viene mi bien, mi dicha y mi agrado. ¿ Qué me traes? nada me alegra más que tu abrazo.
- Te traigo comida, padre, y a mi madre que te abrace.
Con cansancio, sudor y hambre, el hombre abre su mochila manchada de aceites y panes. Todo le parece abundante. Abundante de placeres que le transportan a mil ciudades donde no se labora agotado, sino a partes iguales.
- ¡Adios, amores míos! Volveremos a vernos más tarde. Será cuando el día se acabe y llegue la noche para reposar sin reproches.
Los días transcurrían en pesada calma sin que nada los perturbase. María crecía y crecía, siendo la misma de antes.
María se hizo joven, planteandose otros interrogantes. La vida es un misterio. Un misterio constante. Se decía para sus adentros y sin llegar a ninguna parte. ¡Qué triste es vivir, vivir con tanto interrogante! El origen de la vida, no hay quien me convenza con una respuesta tan grande. ¿Por qué estoy aquí? ¿ Dónde estaba antes? ¿ Dónde llegaré? ¿ Llegaré a alguna parte?...
María se convenció en vivir, sólamente en vivir, mientras llegaba a esa otra parte. Dejarse arrastrar por la corriente ambulante. Vivir intensamente cada minuto y cada instante. Prolongar los momentos , esos momentos con lastre. Dejar la huella indeleble del caracol para que la encuentre, quien la busque y ame.
Como vorágine pasajera, la vida de María transcurrió. Pasó su infancia; su juventud tempranera. Pronto conoció el amor. No el amor a ella. La vida era atractiva,atractiva y bella. Todo escondía alguna sorpresa y reunía encanto para disfrutarlo a manos llenas. ¡Con amor todo prospera! ...
Te conoció a tí y concentró en tí la Naturaleza. El Universo se disolvió, rompió su esfera, cuando tú le dijiste que podías vivir sin ella. María, quedó callada, pensativa y etérea: seguiré mi camino, buscaré otra esfera, que me haga recordar aquello que tú eras. Volverás algún día,si de verdad me quisieras.
Así transcurre todo, mi niña María sigue buscando y buscando algo que no encuentra, mientras sigue en la vida trasiega que trasiega...
No hay comentarios:
Publicar un comentario